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A los catorce, Vanidad o Una aventura terrorífica, cuento fantástico y policial. En 1932 conoce, en casa de Victoria Ocampo, a quien será su amigo y colaborador: Jorge Luis Borges y, dos años más tarde, a Silvina Ocampo, quien junto a Borges lo convencerá de abandonar los estudios y dedicarse exclusivamente a escribir, y con quien se casará en 1940. Ese mismo año publica La Invención de Morel, su obra más famosa y convertida hoy en un clásico de la literatura contemporánea. Bioy y Borges forman por años un formidable duo creativo que produce obras como Un modelo para la muerte, Libro del Cielo y del Infierno y las Crónicas de Bustos Domecq, la mayoría de las cuales son firmadas con el seudónimo común de H. Bustos Domecq. En 1954, año en que publica El sueño de los héroes, nace su única hija, Marta. En 1969 aparece Diario de la guerra del cerdo, llevada posteriormente al cine por Leopoldo Torre Nilsson. Entre otros premios y galardones, recibe en 1975 el Gran Premio de Honor de la SADE, es nombrado Miembro de la Legión de Honor de Francia en 1981, Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986 y es galardonado en 1990 con el Premio Cervantes. Considerado por Jorge L. Borges como uno de los mayores escritores argentinos de ficción, Bioy Casares es dueño de una vasta obra en donde la la fantasía y la realidad se superponen con una armonía magistral. La impecable construcción de sus relatos es, quizá, la característica que con mayor frecuencia ha destacado la crítica con respecto a su obra.    Adolfo Bioy Casares murió en la Ciudad de Buenos Aires el  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/8mar99.html" 8 de marzo de 1999. Entre sus obras: novelas: La invención de Morel (1940)  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/Morelprologo.html" Prólogo de J.L.Borges Plan de evasión (1945) El sueño de los héroes (1954) Diario de la guerra del cerdo (1969) Dormir al Sol (1973) La aventura de un fotógrafo en La Plata (1985) Un campeón desparejo (1993) De un mundo a otro (1997)  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/mundo.html" Capítulos I,II,II cuentos: Prólogo (1929) 17 disparos contra lo porvenir (1933) La estatua casera (1936) Luis Greve, muerto (1937) La trama celeste (1948)  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/Paulina.html" En memoria de Paulina Las vísperas de Fausto (1949) Historia prodigiosa (1956) Guirnalda con amores (1959) El lado de la sombra (1962) El gran serafín (1967) El héroe de las mujeres (1978) Historia desaforadas (1986)  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/Noumeno.html" Nóumeno En viaje (1996) cartas a Silvina  HYPERLINK "http://www.literatura.org/Bioy/cartas.html" algunas cartas obras en colaboración: Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), con J.L.Borges Dos Fantasías memorables (1946), con J.L.Borges Los que aman, odian (1946), con Silvina Ocampo Un modelo para la muerte (1946), con J.L.Borges Crónicas de Bustos Domecq (1967), con J.L.Borges Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977), con J.L.Borges Mi amistad con las letras italianas por Adolfo Bioy Casares para La Nación, Buenos Aires, 1996 No creo equivocarme al afirmar que, de una forma o de otra, las letras italianas estuvieron siempre a mi lado. En mi infancia, Collodi y su Pinocho -y sobre todo sus secuelas sospechadamente espurias pero no menos apasionantes, escritas por un español y publicadas en la colección Calleja (Pinocho en la luna, Pinocho en el pais de los hombres flacos, etcétera)- alimentaron mi fantasía. Supongo que le debo, en alguna medida, mi afición por la literatura fantástica.    Después, en mi juventud, leí con fervor adolescente la obra del primer Papini, antes de su doble conversión al fascismo y al catolicismo; me gustaba su Diccionario del hombre salvaje y, algo menos, Un hombre acabado, sus prematuras memorias . También, con esperanzado entusiasmo, procuré admirar a Marinetti: conocer su obra fue el rápido remedio.    La primera vez que leí la Divina Comedia lo hice en 1933, en la traducción muy anotada de Manuel Aranda y San Juan; por aquel entonces estaba convencido de que no se podía leer el Quijote sin los miles de notas de Rodriguez Marín. A medida que leía, a las notas del propio Aranda agregaba otras, de mi cosecha.    Pirandello, de visita en Buenos Aires, comió en más de una oportunidad en la casa de mis padres: lo acompañaba una actriz, su amante. Lo recuerdo inteligente, oscuro y no demasiado alto ni demasiado delgado. De sus escritos, todavía celebro sus cuentos y especialmente su drama Enrique IV.    Además de Papini, Dante y Pirandello, Croce fue otra de las lecturas de mi adolescencia. En cuanto a Vico, el consejo de algún profesor de filosofía me dio ganas de leerlo, aunque con el tiempo y ya no sé muy bien por qué, fui postergándolo.    Con los años, fui haciéndome amigo de escritores italianos. En 1960, durante mi asistencia a una reunión del Pen Club, en Río de Janeiro, me sentí muy amigo de la delegación italiana: más de una noche comí en el restaurante italiano de Copacabana junto a Moravia y Elsa Morante, Morra, Bassani y otros. Después tuve amistad con Guido Piovene y, por medio de Silvina, con Italo Calvino.    A Moravia lo visité en Roma. Su estilo oral era tan preciso como la prosa del mejor de sus libros; por su infalible perspicacia y por señalar el lado cómico de las cosas ejercía un pesimismo grato. Generosamente me dijo alguna vez que él era un escritor famoso y que Wilcock era un gran escritor.    El caso de Wilcock es en realidad extraordinario. De joven fue un excelente escritor argentino y, en su edad madura, un excelente escritor italiano.    En mi relación con Bassani ocurrió una situación propia de un film cómico, en la que me tocó el papel desairado. En los días del congreso del Pen Club entablamos una camaraderia amistosa; años después, cuando nos encontramos en Roma, tuve la impresión de que me trataba con cierta distancia, como si yo pretendiera hacer valer un mutuo sentimiento de amistad que nunca habia existido. Algo más: en un acto público intentó descolocarme con preguntas hostiles. De todos modos, me niego a creer que el simpatiquísimo Bassani de Rio y de San Pablo fuera una invención mía.    Sus colegas italianos lo acusaban de una supuesta incapacidad para situar historias fuera de la Ferrara natal; pero, como anotó un kantiano, el imperativo categórico funciona libremente en ámbitos cerrados, lo que equivale a decir que en Ferrara o en cualquier otro paraje caben toda suerte de observaciones y verdades universales. La mejor prueba de ello es su espléndida novela El jardín de los Finzi Contini.    En 1981, una editorial húngara reunió en un mismo volumen un libro de Calvino (Las ciudades invisibles) y uno mío (I,a invención de Morel). Esta circunstancia nos fue gratísima y fue confirmada por otra, no menos agradable: en 1984 los dos recibimos -él como autor italiano, yo como autor extranjero- el Premio Mondello de Sicilia. Siempre pensé que Calvino era un escritor prodigiosamente inventivo y que los comienzos de muchas de sus narraciones eran excelentes pero que, como las de Stevenson, a veces decaían hasta malograrse en un final impreciso.    A Buzzati no lo conocí personalmente. Era, como yo, uno de los autores de la colección Pavillions, de Laffont. George Belmont, que la dirigía, solía hablarme de él y alguna vez me dijo que encontraba afinidades entre nosotros. Por entonces de Buzzati yo sólo había leído la espléndida novela El desierto de los tártaros, asi que no presté mayor atención. En 1973, en París, más precisamente en un banco de la Place des Etats Unies, leí en la edición francesa Las noches difíciles e Il Colombre (si es el libro que en francés se titula Le rêve de l'escalier) y comprobé que Buzzati y yo muchas veces hemos coincidido en la invención de argumentos. Sin duda compartimos la obsesión por los médicos, los hospitales y los enfermos, y me agrada pensar que a lo mejor hay influencia suya en mi cuento "Otra esperanza". Si nos hubiéramos encontrado probablemente hubiésemos sido amigos; pero no hay que atribuir mi admiración por él a la alegrfa de hallar las mencionadas coincidencias. Lo admiro por su estilo directo, por su imaginación tan inventiva y porque sus libros son hospitalarios para mi.    Hacia fines de los setenta, Italo Calvino me aconsejó que leyera La conciencia de Zeno. Al poco tiempo partí con el libro a una ciudad termal. Ese libro espléndido me enseñó a no ser pretencioso. A mí, que creo entender de libros y que creo en mi criterio, las primeras páginas de La conciencia de Zeno me parecieron insoportables. Me irritaba que el protagonista, para dejar el cigarrillo, se hiciera encerrar en un sanatorio y después pensara que todo era un plan de la mujer para tener amores con el médico... Pero como en las librerias de aquella ciudad sólo encontraba libros pornográficos o guías de turismo gastronómico, retomé la novela y pronto llegó el día en que descubrí su fascinación. La conciencia de Zeno es un libro que siempre releo y a Svevo lo siento como a un hermano.    Para felicidad de los lectores, la literatura es una biblioteca inagotable. Yo no sé si leí mucho o poco; de lo que estoy seguro es de no haber sentido nunca el hastío que supone la frase "leí todos los libros". De tanto en tanto, casi diría con regularidad infalible, descubro libros y autores que abren nuevos horizontes a mi vida. Así un día descubrí a Sciascia. Desde entonces, leo todo libro suyo que esté al alcance de mi mano.    Sciascia cuenta sus historias en un tono muy grato, en una prosa descansada, libre de las rigideces que a otros nos impone el afan de concisión: tiene riquísimas novelas de menos de cien páginas como Una historia simple. No quisiera que la mención de ese librito admirable sugiera que en mi opinión son inferiores. El Consejo de Egipto, Puertas abiertas, El capitán y la bruja, 1912+1, Todo Modo, El teatro de la memoria y algunos otros que tal vez en este momento no recuerde.    Finalmente, no quiero olvidar a Casanova, cuyas extraordinarias Memorias he releído últimamente con gran placer, y, sobre todo, a Lampedusa, de quien he leído y releído su maravilloso Gatopardo y sus cuentos, en especial "La sirena y el profesor". El caso de los viejitos voladores Un diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la cámara que nombrara una comisión investigadora.     El legislador había advertido, primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo reconoció "porque el destino lo quiso".     En efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.     Detrás de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los jóvenes resultan más actrativos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse, en alguna medida, con la complicidad de la familia.     En efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico. Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata, sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.     La comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer, consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional. Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.     Lo primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en mayo y en junio.     "En Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas" me contestó. Me presenté en ambas compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas listas; la otra era el diputado.     Proseguí las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la contestación variaba entre "Ni idea" y "El hombre me suena"), pero finalmente un adolescente me dijo "Es una de las glorias de nuestra literatura". No sé cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran parado en San Benito, me contestaran: "¿Todavía no lo sabe? Es una de las glorias de nuestra literatura".     Fui a la Sociedad de Escritores donde un socio joven, confirmó en lo esencial la información. En realidad me preguntó: –¿Usted es arqueólogo?     –No, ¿Por qué?     –¿No me diga que es escritor?     –Tampoco.     –Entonces no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.     –Me parece que usted no le tiene simpatía.     –¿Cómo tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o similares.     Resolví visitar al viejo. No fue fácil.En su casa, invariablemente, me decían que no estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. "Quisiera preguntarle algo", contesté. "Acabáramos", dijeron y me comunicaron con el viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. "¿Está seguro? preguntó.     "Segurísimo" dije. Me citó ese mismo día en su casa.     –Quisiera preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?     –¿Usted es médico? –me preguntó–. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.     –¿ Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la salud?     –¿De qué operaciones me está hablando?     –Operaciones quirúrgicas.     –¿Cómo se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.     –Entonces, ¿por qué viaja?     –Porque me dan premios.     –Ya un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.     –Si. Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos sienten que ellos también tienen que darle un premio.     –¿No piensa que es una injusticia con los jóvenes?     –Si los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba bien, sino porque otros me premiaron.     –La situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.     –Dolorosa ¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una remota posibilidad de que se las aceptaran.     Eso no es todo. Con estos premios el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que la impaciencia no los carcoma.     –A mí puede decirme cualquier cosa.     –Bueno, se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo ¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar otro premio. H. Bustos Domecq según sus creadores –¿Qué es lo que más les gusta de Bustos Domecq? –Su fondo claramente argentino. Es, digamos, un buen ejemplo del porteño: tiene todos los prejuicios, la picardía, las deslealtades, las pobrezas y también las ternuras del porteño. –Sin embargo, Bustos Domecq no es porteño... –No. Es santafecino. Su ciudad natal es Pujato. Pero vivió siempre en Buenos Aires. –¿Dónde? –Por el Oeste. Exactamente en el barrio Concepción. –¿Y qué es lo que menos les gusta de él? –A medida que pasa el tiempo le vamos encontrando más defectos. El más grave, creemos, es que no tiene ningún inconveniente en cambiar de lealtades. Es decir, que está dispuesto a cambiar su esencia, si la moda lo exige. –¿Y los otros defectos menos graves? –Es ventajero, egoísta, tránsfuga, mentiroso, fanfarrón, casanova barato. Cuando un amigo cae en desgracia, lo desprecia. Cuando le va bien, se acerca. Es exitista. Habla mal de los otros; no es un ejemplo de lealtad, precisamente. –¿Por qué lo eligieron, entonces? –Porque él encauza nuestro descontento con algunas situaciones argentinas. Con las supersticiones y defectos de los argentinos. –¿Físicamente cómo es? ¿Tiene atractivos? –Tiene sesenta años. Es gordo y hasta panzón. Mide 1,75 metros. Pesa 82 kilos. –¿Se viste bien? –Está siempre vestido de gris oscuro. Si alguna vez usted lo llega a ver vestido de marrón, es porque le vendieron–o le dieron–un traje equivocado. Lleva siempre chaleco. Un chaleco gastado. –¿Usa anillo? –Sí. Un anillo de oro en el dedo chico. –¿Trabaja? –En una oficina pública. –¿Cuál? –Ahora creemos que está en la Dirección General Impositiva. –¿Tiene ideas políticas definidas? –En ese sentido es muy tradicionalista. Muy antiguo. Es de los que creen que el espectro político del país se agota entre los radicales y los conservadores. Posiblemente haya votado siempre por los radicales. –¿Qué lee Bustos Domecq? –Lee muy poco. Pero siempre dice que ha leído algún libro, para quedar bien. Para "palpar la realidad argentina", como diría él. A menudo comenta, por ejemplo, que su libro de cabecera es La cabeza de Goliat de Martínez Estrada. –¿Está casado Bustos Domecq? –Nunca dijo nada. Pero averiguamos que está casado con una señora espantosa y gorda, que lo considera un intelectual raro, al que no puede seguir en sus meditaciones. –¿Tiene hijos? –No. En realidad, no es muy arraigado su sentido de hogar. –¿De qué hablan cuando se encuentran? –Hablamos del tiempo. Y de la carestía de la vida. Se queja mucho de la inflación. También nos cuenta, reiteradamente, su último veraneo en Mar del Plata. –¿Dónde se encuentran? –Generalmente nos citamos en un café que está en Corrientes, entre San Martín y Reconquista. Muchas veces tratamos de llevarlo a "La Fragata", pero siempre se negó. Detesta las confíterías: prefiere los cafés. –¿Creen ustedes que tiene éxito con las mujeres? –Sí, un relativo éxito. Acostumbra a hacerles regalos, pero como está convencido de su encanto personal, se enojaría mucho si alguien pensara que les hace regalos a las mujeres para comprarlas. –¿Va al cine? –A veces. Le gustan las películas americanas de guerra. –¿Las de amor no? –El tiene un romanticismo periférico. Llora mucho en el cine. Las películas de amor le gustan, siempre que no sean demasiado sentimentales. –¿Qué actriz le gusta o le gustó? –Siempre estuvo perdidamente enamorado de Gloria Guzmán. En ese sentido es también conservador. No obstante, suele estar en las puertas de los teatros de revista cuando salen las coristas. –¿Va a vivir muchos años H. Bustos Domecq? J.L.B.: Para mí, no. Para mí ya es un extinto. A.B.C.: A mí me gustaría que viviera mucho tiempo. –¿Y Bustos Domecq qué opina sobre este particular? –Nunca hablamos con él de este tema..El jamás piensa en la muerte. Reportaje Noticias: ¿Cómo está el alma? Bioy: Muy bien. Estoy escribiendo cuentos breves, que tienen el inconveniente que uno los termina pronto, entonces hay que ver si viene otro. ¿Le duele ser el último Bioy de la estirpe? Creo que no. Más bien que me gustaría que hublera algún otro que continuara el apellido en la Argentina. Es un apellido bastante raro, parece japonés ¿no? ¿Le hubiera gustado tener un hijo varón? ¡Qué sé yo!... Si me hubiera llevado bien con él, me hubiera gustado. Con mi hija Marta me llevaba blen, compartíamos muchas cosas. En realidad usted siempre se llevó mejor con las mujeres que con los hombres. Será porqué me gustan bastante y ellas se sentirán halagadas por eso. Tampoco soy el campeón mundial de los mujeriegos. He tenido las necesarias, lo que es mucho. Si Silvina estuviera viva, seguramente no pensaría lo mismo... Ella siempre me decía: "Vos siempre volvés a mis brazos porque me amás". Y era verdad. Pero no se ama de una sola manera, a pesar de que las mujeres dicen que sí. ¿Hoy existe el amor para usted? No, existe la amistad. Sería un amor peligroso, el de un viejo enamorado. Puede suceder, pero generalmente el viejo enamorado es un viejo burlado, y eso ya no es un amor perfecto. ¿Esto quiere decir que renuncló al sexo? Estoy haclendo otras cosas, estoy escribiendo. Quiero mucho a algunas mujeres, pero me cuido mucho de enamorarme. ¿Cómo viviría, si fuera joven, el amor en los tiempos del Sida? Tal vez porque como no corro ese riesgo, no siento miedo. Si este mal hubiera aparecido en mi época, la vida hubiera sido bastante distinta para mí. Tuve mucha suerte; es como si hubieran dicho: "Para éste no le vamos a dar ninguna molestia, no hay enfermedades venéreas incurables, no hay Sida, no hay límites". A casi un año de la muerte de Silvina, ¿cómo la siente hoy? La extraño muchísimo. Me siento culpable de no haber estado más tiempo con ella, qulzá porque ahora no puedo estar nada. Si por un milagro ella apareciera, modificaría mi conducta, estaría más atento a ella. Creo que siempre se mereció más. Ahora que no está Borges para compartir la pasión por la literatura, ni Silvina, ni su hija Marta, ¿cuál es su mejor momento del día? Es muy difícil contestar eso. Quizás al despertar, porque uno comprueba que va a vivir un día más. ¿Sigue teniendo miedo? Sigo teniendo horror a la muerte. Arrastro esa falencia desde chiquito. No me parece nada simpática. ¿Alguna vez se sintió vencido? Por ahora no. Ojalá no me dé cuenta el día en que lo esté. Espero morirme creyendo que voy a seguir escribiendo, que venga la muerte de un momento a otro. Me gustaría decir, segundos antes de la muerte, lo mismo que un personaje de un libro que estoy leyendo: "Rápido cochero, a todo galope, al cielo". ¿Alguna vez pensó en suicidarse? En algún tiempo me gustó la idea. Era una elegante forma de terminar con la vida. Además, tuve tres tíos que lo hicieron. ¿No lo asusta la idea de morir sin haber escrito algo sobre Borges? Sí. Lo que pasa es que no sé si sabré hacerlo. Yo fui una de las personas que mejor lo conoció y me gustaría tratar de comunicar eso a mis lectores. ¿La literatura sigue siendo lo más importante de su vida? Sí, porque creo que refleja la inteligencia y la sinceridad de las mejores personas que vivieron sobre la tierra. ¿Por qué esa frialdad en el trato con Ernesto Sábato? Quizá porque no se puede congeniar con todo el mundo. ¿Qué le hubiera gustado hacer en la vida y no pudo? Bueno, no corrí los cien metros llanos en ocho segundos como hubiera querido. Qué raro, usted siempre se jactó de ser un buen deportista. Fui un buen centroforward, en el fútbol; un buen tres cuartos, en el rugby; y un buen singlista en el tenis. Eso marca toda una tendencia a la individualidad. No se crea, en el amor siempre me gustaron los mixtos. Prólogo a "La invención de Morel"    Stevenson, hacia I882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset La deshumanización del arte, I925trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que "es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior", y en la 97, que esa invenaión "es prácticamente imposible". En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela "psicológica" y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de I925 y aún de I940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonable disentir. Resumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.    El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrinseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, "psicológica", propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad... Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela "psicológica" quiere ser también novela "realista": prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.    He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacia tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos , pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la "psicología" de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.    Las ficciones de índole policialotro género típico de este siglo que no puede inventar argumentosrefieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más dificil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renaueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti: I have been here before, But when or how I cannot tell: I know the grass beyond the door, The sweet keen smell, The sighing sound, the lights around the shore...    En español, son infrecuentes y aún rarisimas las obras de imaginación razonada. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.    He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releido; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta. Jorge Luis Borges De un mundo a otro I Después de que almorzaran en un restaurante de la calle Guido fue a dormir la siesta con su novia Margarita, en casa de ella. Esa tarde, parecida a tantas otras en que Margarita durmió entre sus brazos, de algún modo fue excepcional: jamás como entonces Javier Almagro tuvo la convicción de que Margarita se le entregaba tan enteramente. Por algo se dice que para todo, en este mundo, hay un término. A las cuatro y media de la tarde, puntualmente, se levantaron, se vistieron y cada cual partió a sus obligaciones: ella, a dar el último examen de la carrera de astronauta; Almagro, a la redacción del diario en que trabajaba. Seguro de que Margarita había aprobado su examen, Almagro dejó pasar horas antes de felicitarla. A eso de las once de la noche trató de llamarla por teléfono. Mientras formulaba mentalmente una excusa para su tardanza, oía el consabido, insistente, rumor de llamada... Tuvo que resignarse a una desagradable conclusión: Margarita había salido. ¿Adónde? ¿Con quién? Por más que se repetía: "Margarita me quiere", "Margarita no me engaña", "Margarita es leal", desesperó. Emprendió obstinadas idas y venidas, levantó los brazos y meció los pocos pelos de su cabeza. Comprendió que no toleraba la situación, que un remedio provisorio, pero remedio al fin, sería meterse en un cinematógrafo. Vio en el diario que en el Astral había función de trasnoche. Reflexionó: "Pasando de una función de cine a otra, el mismo camino hacia la muerte sería, para mí, llevadero". Se largó, pues, al Astral. Mientras miraba por la ventanilla del taxi que lo llevaba, ocurrió un hecho extraño. Al ver el comportamiento normal de la gente en la calle, pensó que él era el único trastornado y logró reaccionar. Esforzándose un poco, razonó: que Margarita no estuviera en su casa no era prueba de que estuviera con otro hombre. Las palabras "otro hombre" despertaron pasajeramente su ansiedad. En el hall del Astral tuvo que esperar un rato, hasta que la función anterior concluyera. De pronto vio con alivio que los acomodadores abrían las puertas y, en seguida, empezó a salir un río de gente un poco deslumbrada por la luz del hall y seguramente comentando la película que habían visto. Súbitamente la escena se animó. Sorprendido, atónito, vio con desesperación lo que había imaginado: a dos pasos de él, hablando animadamente con un desconocido, pasó Margarita.   II Desayunaron en La Rambla, como todos los días. En un tono que pretendía ser despreocupado, Javier comentó: -Ayer a la tarde, después de la siesta, creí que ibas a dar un examen (en ese momento, sin advertirlo, levantó la voz), pero no que ibas a encontrarte con un hombre. Sonriente, nada perturbada, Margarita le tomó las manos y dijo: -Si lo que te importa es que no te haya engañado, no te hagas mala sangre. Nunca he sentido ganas de engañarte. Si alguna vez me da por ahí, te avisaré. La última frase disgustó un poco a Javier, pero entendió que debía dejarla pasar. No pudo, sin embargo, omitir la pregunta: -¿Quién es el individuo que te acompañaba? -Un muchacho de la facultad. No te preocupes. No me gusta. Como si tuviera un arranque de inspiración, Javier arremetió con una arenga que sin duda ella estaría cansada de oírle: esencialmente consistía en asegurar que si ella lo quisiera como él la quería serían felices. -Lo somos- aseguró Margarita y, mirándolo con ternura, explicó: -Yo creo que tuve mucha suerte de encontrarte, pero a veces desearía que hubieras aparecido en mi vida un poco después. Soy muy joven, hay una sola vida y no quisiera morir sin haberla vivido plenamente; pero no hagas caso de lo que te digo. Nunca me consolaría si te perdiera.   III Esa misma tarde Javier consiguió que el director del diario lo recibiese. El personaje es bastante ridículo: tiene una barriga prominente y con sus brazos cortos, sus piernas largas, parece una rana; es flaco, se diría contraído, y a cada rato se agita en contorsiones nerviosas, que han de ser intentos de aflojarse. Según Javier, todo pretexto es bueno para irritar al director; pero nada lo irrita como la entrevista pedida por cualquier persona que trabaja en el diario. Cuando Javier le dijo que se había enterado de que el gobierno respaldaba un proyecto de lanzar una nave a un vuelo interplanetario, estremeciéndose de furia el hombre exclamó: -Este país no tiene arreglo. Cuando hay tanto por hacer, ¡gastar millones en semejante fantochada! Javier tuvo que hacer un esfuerzo para no renunciar a su propuesta. Dijo: -En mi modesta opinión, prestigiaría al diario que uno de sus cronistas viajara en esa nave y enviara notas exclusivas... -Su modesta opinión me tiene sin cuidado -replicó el director-. Por nada permitiré que mi diario se haga cómplice de tan absurdo proyecto En memoria de Paulina Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.     Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.     La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.     Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, Con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .     A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.     La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó –Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte–, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita.     Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.     –Vuelva mañana por la tarde–le dije–. Le presentaré a algunos.     Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.     –Le seré franco–me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín–. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.     Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión .     Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.     Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento , en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un r ato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.     Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa. Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.     Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:     –Paulina está mostrando la casa a Montero.     Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero.     Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:     –Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente:     –Si me permite, la acompañaré hasta su casa.     –Yo también te acompañaré–respondí.     Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio.     Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:     –Has olvidado mi regalo.     Subí al departamento y volví con la estatuita . Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.     No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.     Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.     Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Muller y de Lessing.     Al verla, exclamé:     –Estás cambiada.     –Si–respondió–. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento.     Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.     –Gracias–contesté.     Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:     –Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados     Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.     –Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.     Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:     –Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.      –¿Quién?–pregunté.     En seguida temí–como si nada hubiera ocurrido–que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.     Paulina contestó con naturalidad:     –Julio Montero.     La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:      –¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.     Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa Verdad.     Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco .     Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.     Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.     Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.     Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:     –Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.     Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran–si no para mí, para un testigo imaginario–una intención desleal, agregó rápidamente:     –Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.     Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.     Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.     –Buscaré un taxímetro–dije.     Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:     –Adiós, querido.     Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.     Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme.     Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.     Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.     Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.     La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.     A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo–seis meses por lo menos–yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como .siempre:     –¿,Tostado o blanco'?     Le contesté, como siempre:     –Blanco.     Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.     Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.     Como en un sueño pasé de un afable y ecuánime in diferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.     Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién seria el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café, abrí, distraídamente.     Luego–ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve–Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación . Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia–que era el mundo entero surgiendo, nuevamente–como una pánica expansión de nuestro amor.     La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.     Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.     Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.     Paulina dijo:     –Me voy. Julio me espera.     Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.     Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.     Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.     No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)     Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo–Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado–y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.     Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz.     No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.     Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. E1 rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.     ¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?     Elegí una imagen de esa tarde–Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo–y procuré evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.     Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.     La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años.     Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".     Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).     Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. E1 espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.     Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.     No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde.     Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.     Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.     Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.     No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.     Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.     Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entre vi un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.     –¿Dónde vive Montero?–le pregunté.     Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.     –Montero está preso–contestó.     No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:     –¿Cómo? ¿Lo ignoras?     lmaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.     Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.     En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:     –¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?     Morgan se acordaba. Continué:     –Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?     –Nada–contestó Morgan, con cierta vivacidad–. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.     Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:     –¿Sabe que murió la señorita Paulina?     –¿Cómo no voy a saberlo?–respondió–. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía. El hombre me miró inquisitivamente.     –¿Le ocurre algo?–dijo, acercándose mucho–. ¿Quiere que lo acompañe?     Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.     Después me encontré frente al espejo, pensando: " Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación– una equivocación atroz–y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".     Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.     Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste cuando me pregunté–mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó–si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.     Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.     Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.     La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones–¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?–la mató a la madrugada.     Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.     La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue un a proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina–en la víspera de mi viaje–no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.     Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.     No me reconocí en el espejo, por que Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él.     Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano–en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas–obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces. Nóumeno Probablemente fue Carlota la que tuvo la idea. Lo cierto es que todos la aceptaron, aunque sin ganas. Era la hora de la siesta de un día muy caluroso, el 8 o el 9 de enero. En cuanto al año, no caben dudas: 1919. Los muchachos no sabían qué hacer y decían que en la ciudad no había un alma, porque algunos amigos ya estaban veraneando. Salcedo convino en que el Parque Japonés quedaba cerca. Agregó: Será cosa de ponerse el rancho e ir en fila india, buscando la sombra. ¿Están seguros de que en el Parque Japonés funciona el Nóumeno?preguntó Arribillaga. Carlota dijo que sí. El Nóumeno era un cinematógrafo unipersonal, que por entonces daba que hablar, aún en las noticias de policía. Arturo miró a Carlota. Con su vestido blanco, tenía aire de griega o de romana. "Una griega o romana muy linda", pensó. Vale la pena costearsedijo Arribillaga. Para hacernos una opinión sobre el asunto. Algo indispensabledijo con sorna Amenábar. Yo tampoco veo la ventajadijo Narciso Dillon. Voy a andar medio justo de tiempo previno Arturo. El tren sale a las cinco. Y si no vas, ¿qué pasa? ¿Tu campo desaparece?preguntó Carlota. No pasa nada, pero me están esperando. Aunque no fuera indispensable la fila india, tampoco era cuestión de insolarse y derretirse, de modo que avanzaron de dos en dos, por la angosta y no continua franja de sombra. Carlota y Amenábar caminaban al frente; después, Arribillaga y Salcedo; por último, Arturo y Dillon. Éste comentó: Qué valientes somos. ¿Por salir con este solazo?preguntó Arturo. Por ir muy tranquilos a enfrentarnos con la verdad. Nadie cree en el Nóumeno. Desde luego. Es de la familia de la cotorra de la buena suerte. Entonces, una de dos. O no creemos y ¿para qué vamos? O creemos y ¿pensaste, Arturo, en este grupo de voluntarios? La gente más contradictoria de la República. Empezando por un servidor. Nací cansado, no sé lo que se llama trabajar, si me arruino me pego un tiro y no hay domingo que no juegue hasta el último peso en las carreras. ¿Quién no tiene contradicciones? Unos menos que otros. Vos y yo no vamos al Nóumeno batiendo palmas. Arturo dijo: A lo mejor sospechamos que para seguir viviendo, más vale dormirse un poco para ciertas cosas. ¿Qué va a suceder cuando entre Arribillaga y vea cómo el aparato le combina su orgullo de perfecto caballero con su ambición política? Arribillaga sale a todo lo que da y el Nóumeno estalla dijo Dillon. ¿Amenábar también tendrá contradicciones? No creo. Cuando conoció a Amenábar, Arturo estudiaba trigonometría, su última materia de bachillerato, para el examen de marzo. Un pariente, profesor en el colegio Mariano Moreno, se lo recomendó. "Si te prepara un mozo Amenábar", le dijo, "no sólo aprobarás trigonometría, sabrás matemáticas". Así fue, y muy pronto entablaron una amistad que siguió después del examen, a través de esas largas conversaciones filosóficas, que en alguna época fueron tan típicas de la juventud. Por Arturo, Amenábar conoció a Carlota y después a los demás. Lo trataban como a uno de ellos, con la misma despreocupada camaradería, pero todos veían en él a una suerte de maestro, al que podían consultar sobre cualquier cosa. Por eso lo llamaban el Profe. Comentó Dillon: Su idea fija es la coherencia. Ojalá muchos tuviéramos esa idea fija  contestó Arturo. Él mismo dice que la coherencia y la lealtad son las virtudes más raras. Menos mal, porque si no, con la vida que uno lleva... ¿Qué sería de mí, un domingo sin turf? ¡Me pego un balazo! Si hay que pegarse un balazo porque la vida no tiene sentido, no queda nadie. ¿También Carlota será contradictoria? A ella se le ocurrió el programa. Carlota es un caso distintoexplicó Arturo; con aparente objetividad. Le sobra el coraje. Las mujeres suelen ser más corajudas que los hombres. Yo iba a decir que era más hombre que muchos. Tal vez Arturo no estuviera tan alegre como parecía: Cuando hablaba de Carlota se reanimaba. No conozco chica más independiente aseguro Dillon, y agregó: Claro que la plata ayuda. Ayuda. Pero Carlota era muy joven cuando quédó huérfana. Apenas mayor de edad. Pudo acobardarse, pudo buscar apoyo en alguien de la familia. Se las arregló sola. "Y por suerte ahí va caminando con Amenábar", pensó Arturo. "Sería desagradable que tuviera al otro a su lado." Entraron en el Parque Japonés. Arturo advirtió con cierto alivio que nadie se apuraba por llegar al Nóumeno. Lo malo es que no era el único peligro. También estaba la Montaña Rusa. Para sortearla, propuso el Water Shoot, al que subieron en un ascensor. Desde lo alto de la torre, bajaron en un bote, a gran velocidad, por un tobogán, hasta el lago. Pasaron por el Disco de la Risa, se fotografiaron en motocicletas Harley Davidson y en aeroplanos pintados en telones y, más allá del teatro de títeres, donde tres músicos tocaban Cara sucia, vieron un quiosco de bloques de piedra gris, en papier mache, que por la forma y por las dos efinges, a los lados de la puerta, recordaba una tumba egipcia. Es acádijo Salcedo y señaló el quiosco. En el frontispicio leyeron: El Nóumeno y, a la derecha, en letras más chicas: de M. Cánter. Un instante después un viejito de mal color se les acercó para preguntar si querían entradas. Arribillaga pidió seis. ¿Cuánto tiempo va a estar cada uno adentro?preguntó Arturo. Menos de un cuarto de hora. Más de diez minutoscontestó el viejo. Bastan cinco entradas. Si me alcanza el tiempo compro la mía. ¿Usted es Cánter?preguntó Amenábar. Sídijo el viejo. No, por desgracia, de los Cánter de La Sin Bombo, sino de unos más pobres, que vinieron de Alemania. Tengo que ganarme la vida vendiendo entradas para este quiosco. ¡Seis, mejor dicho cinco, miserables entradas, a cincuenta centavos cada una! ¿Ahora no hay nadie adentro?preguntó Dillon. No. Y aparte de nosotros, nadie esperando. Le tomaron miedo a su Nóumeno. No veo por quéreplicó el viejo. Por lo que salió en los diarios. El señor cree en la letra de molde. Si le dicen que alguien entró en este quiosco de lo más campante y salió con la cabeza perdida, ¿lo cree? ¿No se le ocurre que detrás de toda persona hay una vida que usted no conoce y tal vez motivos más apremiantes que mi Nóumeno, para tomar cualquier determinación? Arturo preguntó: ¿Cómo se le ocurrió el nombre? A mí no se me ocurrió. Lo puso un periodista, por error. En realidad, el Nóumeno es lo que descubre cada persona que entra. Y, a propósito: ¡Adelante, señores, pasen! Por cincuenta centavos conocerán el último adelanto del progreso. Tal vez no tengan otra oportunidad. Deséenme buena suertedijo Carlota. Saludó y entró en el Nóumeno. Arturo la recordaría en esa puerta, como en una estampa enmarcada: el pelo castaño, los ojos azules, la boca imperiosa, el vestido blanquísimo. Salcedo preguntó a Cánter: ¿Por qué dice que tal vez no haya otra oportunidad? Algo hay que decir para animar al público explicó el viejo, con una sonrisa y una momentánea efusión de buen color, que le dio aire de resucitado. Además, la clausura municipal está siempre sobre nuestras cabezas. ¿Cabezas? preguntó Arturo. ¿Las suyas o las de todos? Las de todos los que recibimos la visita de señores que viven de las amenazas de clausura. Los señores inspectores municipales. Una verguenzadijo Salcedo, gravemente. Hay que comerdijo el viejo. Después de Cara Sucia, los de al lado tocaron Mi noche triste. Arturo pensó que por culpa de ese tango, que siempre lo acongojaba un poco, estaba nervioso porque la chica no salía del Nóumeno. Por fin salió y, como todos la miraban inquisitivamente, dijo con una sonrisa: Muy bien. Impresionante. Arturo pensó "Le brillan los ojos". Acá voy yoexclamó Salcedo y, antes de entrar, se volvió y murmuró:No se vayan. Felice mortegritó Arribillaga. Carlota pasó al lado de Arturo y dijo en voz baja: Vos no entres. Antes que pudiera preguntar por qué, ella se trabó en una conversación con Amenábar. El tono en que había dicho esas tres palabras le recordó tiempos mejores. En el teatro de títeres tocaban otro tango. Cuando Salcedo salió del Nóumeno, entró Amenábar. Arribillaga preguntó: ¿Qué tal? Nada extraordinariocontestó Salcedo. Explicame un poco dijo Dillon. Ahí adentro ¿consigo un dato para el domingo? Creo que no. Entonces no me interesa. Casi me alegro. Yo, en cambio, me alegro de haber entrado. Hay una especie de máquina registradora, pero de pie, y una sala, o cabina, de biógrafo, que se compone de una silla y de un lienzo que sirve de pantalla. Te olvidás del proyectordijo Carlota. No lo vi. Yo tampoco, pero el agujero está detrás de tu cabeza, como en cualquier sala, y al levantar los ojos ves el haz de luz en la oscuridad. La película me pareció extraordinaria. Yo sentí que el héroe pasaba por situaciones idénticas a las mías. ¿Concluyó bien?preguntó Carlota. Por suerte, sídijo Salcedo. ¿Y la tuya? Depende. Según interpretes. Salcedo iba a preguntar algo, pero Carlota se acercó a Amenábar, que salía del quiosco, y le preguntó cuál era su veredicto. Yo ni para el Nóumeno tengo veredictos. Es un juego, un simulacro ingenioso. Una novedad bastante vieja: la máquina de pensar de Raimundo Lulio, puesta al día. Casi puedo asegurar que mientras uno se limite a las teclas correspondientes a su carácter, la respuesta es favorable; pero si te da por apretar la totalidad de las teclas correspondientes a las virtudes, la inmediata respuesta es Hipócrita, Ególatra, Mentiroso, en tres redondelitos de luz colorada. ¿Hiciste la prueba?preguntó Carlota. Riendo, Amenábar contestó que sí y agregó: ¿Te parece poco serio? A mí me pareció poco serio el biógrafo. Qué cinta. Como si nos tomaran por sonsos. Después de mirar el reloj Arturo dijo: Yo me voy. ¿No me digas que te asusta el Nóumeno? preguntó Dillon. La verdad que esa puerta alta y angosta le da aspecto de tumbadijo Salcedo. Carlota explicó: Tiene que tomar el tren de las cinco. Y antes pasar por casa, a recoger la valija agregó Arturo. Le sobra el tiempodijo Salcedo. Quién sabe dijo Amenábar. Con la huelga no andan los tranvías y casi no he visto automóviles de alquiler ni coches de plaza. Lo que vio Arturo al salir del Parque Japonés le trajo a la memoria un álbum de fotografías de Buenos Aires, con las calles desiertas. Para que esas pruebas documentales no contrariaran su convicción patriótica de que en las calles de nuestra ciudad había mucho movimiento, pensó que las fotografías debieron de tomarse en las primeras horas de la mañana. Lo malo es que ahora no era la mañana temprano, sino la tarde. No había exagerado Amenábar. Ni siquiera se veían coches particulares. ¿lba a largarse a pie, a Constitución? Una caminata, para él heroica, no desprovista de la posibilidad de llegar después de la salida del tren. "¿Dónde está ese ánimo? ¿Por qué pensar lo peor?", se dijo. "Con un poco de suerte encontraré algo que me lleve a Constitución." Hasta Cerrito, bordeó el paredón del Central Argentino, volviendo todo el tiempo la cabeza, para ver si aparecía un coche de plaza o un automóvil de alquiler. "A este paso, antes que las piernas se me cansa el pescuezo." Dobló por Cerrito a la derecha, subió la barranca, siguió rumbo al barrio sur. "Desde el Bajo y Callao a Constitución habrá alrededor de cuarenta cuadras", calculó. "Más vale dejar la valija." Lo malo era que de paso dejaría La ciudad y las sierras, que estaba leyendo. Para recoger la valija, tendría seis cuadras hasta su casa, en la calle Rodríguez Peña y, ya con la carga a cuestas, las seis cuadras hasta Cerrito y todas las que faltaban hasta Constitución. "Otra idea", se dijo, "sería irme ahora mismo a casa, recostarme a leer La ciudad y las sierras frente al ventilador y postergar el viaje para mañana; pero, con la huelga, quién me asegura que mañana corran los trenes. No hay que aflojar aunque vengan degollando". Nadie venía degollando, pero la ciudad estaba rara, por lo vacía, y aún le pareció amenazadora, como si la viera en un mal sueño. "Uno imagina disparates, por la cantidad de rumores que oye sobre desmanes de los huelguistas." A la altura de Rivadavia, pasó un taxímetro Hispano Suiza. Aunque iba libre, continuó la marcha, a pesar de su llamado. "A lo mejor el chófer está orgulloso del auto y no levanta a nadie." Poco después, al cruzar Alsina, vio que avanzaba hacia él un coche de plaza tirado por un zaino y un tordillo blanco. Arturo se plantó en medio de la calle, con los brazos abiertos, frente al coche. Creyó ver que el cochero agitaba las riendas, como si quisiera atropellarlo, pero a último momento las tiró para atrás, con toda la fuerza, y logró sujetar a los caballos. Con voz muy tranquila, el hombre preguntó: ¿Por suerte anda buscando que lo maten? Que me lleven. No lo llevo. Ahora vuelvo a casa. A casita, cuanto antes. ¿Dónde vive? Pasando Constitución. No tiene que desandar camino. Voy a Constitución. ¿A Constitución? Ni loco. La están atacando. Me deja donde pueda. Resignado, el cochero pidió: Suba al pescante. Si voy con pasajero y nos encontramos con los huelguistas, me vuelcan el coche. Que lleve a un amigo en el pescante, ¿a quién le interesa? Hay que cuidarse, porque la Unión de Choferes apoya la huelga. Usted no es chofer, que yo sepa. Tanto da. Caigo en la volteada como cualquiera. Por Lima siguieron unas cuadras. Arturo comentó: Corre aire acá. Uno revive. ¿Sabe, cochero, lo que he descubierto? Usted dirá. Que se viaja más cómodo en coche que a pie. El cochero le dijo que eso estaba muy bueno y que a la noche iba a contárselo a la patrona. Observó amistosamente: La ciudad está vacía, pero tranquila. Una tranquilidad que mete miedoaseguró Arturo. Casi inmediatamente oyeron detonaciones y el silbar de balas. Armas largasdictaminó el cochero. ¿Dónde?preguntó Arturo. Para mí, en la plaza Lorea. Vamos a alejarnos, por si acaso. En Independencia doblaron a la izquierda y después, en Tacuarí, a la derecha. Al llegar a Garay, Arturo dijo: ¿Cuánto le debo? Bajo acá. Vamos a ver: ¿viajó, sí o no, en el asiento de los amigos?Sin esperar respuesta, concluyó el cochero:Nada, entonces. Porque faltaba la desordenada animación que habitualmente había en la zona, la mole gris amarillenta de la estación parecía desnuda. Cuando Arturo iba a entrar, un vigilante le preguntó: ¿Dónde va? A tomar el trencontestó. ¿Qué tren? El de las cinco, a Bahía Blanca. No creo que salgadijo el vigilante. "Con tal que atiendan en la boletería", se dijo Arturo. Lo atendieron, le dieron el boleto, le anunciaron: El último tren que corre. En el momento de subir al vagón se preguntó qué sentía. Nada extraordinario, un ligero aturdimiento y la sospecha de no tener plena conciencia de los actos y menos aún de cómo repercutirían en su ánimo. Era la primera vez, desde que ella lo dejó, que salía de Buenos Aires. Había pensado que la falta de Carlota sería más tolerable si estaban lejos. Se encontró en el tren con el vasco Arruti, el de la panadería La Fama, reputada por la galleta de hojaldre, la mejor de todo el cuartel séptimo del partido de Las Flores. Arturo preguntó: ¿Llegamos a eso de las ocho y media? Siempre y cuando no paren el tren en Talleres y nos obliguen a bajar. ¿Vos creés? La cosa va en serio, Arturito, y en Talleres hay muchos trabajadores. Nos mandan a una vía muerta, si quieren. No sé. Los trabajadores están cansados. Pasaron de largo Talleres y Arruti dijo: Tengo sed. Vayamos al vagón comedor. Ha de estar cerrado. Estaba abierto. Pidió Arturo una Bilz, y un Pernod Arruti, que explicó: Lo que tomábamos con tu abuelo, cuando iba a la estancia, a jugar a la baraja. Eso fue en los último años de mi abuelo. Antes lo acompañabas a cazar. De nuevo hablaron de la huelga. Con algún asombro, Arturo creyó descubrir que Arruti no la condenaba y le preguntó: ¿No estás en contra de la huelga porque pensás que de una revolución va a salir un gobierno mejor que el de ahora? No estoy loco, chereplicó Arruti. Todos los gobiernos son malos, pero a un mal gobierno de enemigos prefiero un mal gobierno de amigos. ¿El que tenemos es de enemigos? Digamos que es de tu gente, no de la mía. No sabía que vos y yo fuéramos enemigos. No lo somos, Arturo, ni lo seremos. Ni tú ni yo estamos en política. Una gran cosa. Sin embargo, apostaría que tomamos las ideas más a pecho que los políticos. Esa gente no cree en nada. Sólo piensan en abrirse paso y mandar. Imaginó cómo iba a referirle a Carlota esta conversación. Recordó, entonces, lo que había pasado. Se dijo: "Debo sobreponerme", pero tuvo sentimientos que tal vez correspondieran a una frase como: "¿Para qué vivir si después no puedo comentar las cosas con Carlota?". Arruti, que era un vasco diserto, habló de su infancia en los Pirineos, de su llegada al país, de sus primeras noches en Pardo, cuando se preguntaba si el rumor que oía era del viento o de un malón de indios. A ratos Arturo olvidó su pena. Lo cierto es que el viaje se hizo corto. A las ocho y media bajaron en la estación Pardo. Seguro que Basilio vino con el break dijo. ¿Te llevo? No, hombrecontestó Arruti. Vivo demasiado cerca. Eso sí: una tarde caigo de visita en la estancia. Esta vuelta vas a quedarte más de lo que tienes pensado. Basilio, el capataz, los recibió en el andén. Preguntó: ¿Qué tal viaje tuvieron?y agregó después de agacharse un poco y llevar la mirada a una y otra mano de Arturo: ¿No olvidaste nada, Arturito? Nada. ¿Qué debía traer?preguntó Arruti. Siempre viene con valijas cargadas de libros. Hay que ver lo que pesan. Arruti se despidió y se fue. Arturo preguntó: ¿Cómo andan por acá? Bien. Esperando el agua. ¿Mucha seca? Se acaba el campo, si no llueve. Emprendieron el largo trayecto en el break. Hubo conversación, por momentos, y también silencios prolongados. Todavía no era noche. Distraídamente Arturo miraba el brilloso pelo del zaino, la redondez del anca, el tranquilo vaivén de las patas, y pensaba: "Para vida agitada, el campo. Uno se desvive porque llueva o no llueva, o porque pase la mortandad de los terneros... Lo que es yo, no voy a permitir que me contagien la angustia". Iba a agregar "por lo menos hasta mañana a la mañana", cuando se acordó de la otra angustia y se dijo: "Qué estúpido. Todavía tengo ganas de hacerme el gracioso". Llegaron a la estancia por la calle de eucaliptos. Era noche cerrada. La casera le tendió una mano blanda y dijo: Bien ¿y usted? ¿Paseando? En el patio había olor a jazmines; en la cocina y el cuartito de la caldera, olor a leña quemada; en el comedor, olor a la madera del piso, del zócalo, de los muebles. Poco después de la comida, Arturo se acostó. Pensaba que lo mejor era aprovechar el cansancio para dormirse cuanto antes. Un silencio, apenas interrumpido por algún mugido lejano, lo llevó al sueño. Vio en la oscuridad un telón blanco. De pronto, el telón se rajó con ruido de papel y en la grieta aparecieron, primero, los brazos extendidos y después la querida cara de Carlota, aterrada y tristísima, que le gritaba su nombre en diminutivo. Repetidamente se dijo: "No es más que un sueño. Carlota no me pide socorro. Qué absurdo y presuntuoso de mi parte pensar que está triste. Ha de estar muy feliz con el otro. Al fin y al cabo este sueño no es más que una invención mía". Pasó el resto de la noche en cavilaciones acerca del grito y de la aparición de Carlota. A la mañana, lo despertó la campanilla del teléfono. Corrió al escritorio, levantó el tubo y oyó la voz de Mariana, la señorita de la red local de teléfonos, que le decía: Señor Arturo, me informan de la oficina de la Unión Telefónica de Las Flores que lo llaman de Buenos Aires. Se oye mal y la comunicación todo el tiempo se corta. ¿Paso la llamada? Pásela, por favor. Oyó apenas: Un rato después de salir del Parque Japonés... Imagino cómo te caerá la noticia... Encontraron el cuerpo en la gruta de las barrancas de la Recoleta. ¿El cuerpo de quién? gritó Arturo. ¿Quién habla? No era fácil de oír y menos de reconocer la voz entrecortada por interrupciones, que llegaba de muy lejos, a través de alambres que parecían vibrar en un vendaval. Oyó nuevamente: Después de salir del Parque Japonés. El que hablaba no era Dillon, ni Amenábar, ni Arribillaga. ¿Salcedo? Por eliminación quizá pareciera el más probable, pero por la voz no lo reconocía. Antes que se cortara la comunicación, oyó con relativa claridad: Se pegó un balazo. La señorita Mariana, de la red local, apareció después de un largo silencio, para decir que la comunicación se cortó porque los operarios de la Unión Telefónica se plegaron a la huelga. Arturo preguntó: ¿No sabe hasta cuándo? Por tiempo indeterminado. ¿No sabe de qué número llamaron? No, señor. A veces nos llega la comunicación mejor que a los abonados. Hoy, no. Después de un rato de perplejidad, casi de anonadamiento, por la noticia y por la imposibilidad de conseguir aclaraciones, Arturo exclamó en un murmullo: "No puede ser Carlota". La exclamación velaba una pregunta, que formuló con miedo. El resultado fue favorable, porque la frase en definitiva expresaba una conclusión lógica. Carlota no podía suicidarse, porque era una muchacha fuerte, consciente de tener la vida por delante y resuelta a no desperdiciarla Si todavía quedaba en el ánimo de Arturo algún temor, provenía del sueño en que vio la cara de Carlota y oyó ese grito que pedía socorro. "Los sueños son convincentes", se dijo, "pero no voy a permitir que la superstición prevalezca sobre la cordura. Es claro que la cordura no es fácil cuando hubo una desgracia y uno está solo y mal informado". De pronto le vinieron a la memoria ciertas palabras que dijo Dillon, cuando iban al Parque Japonés. Tal vez debió replicarle que el suicida es un individuo más impaciente que filosófico: a todos nos llega demasiado pronto la muerte. Recapacitó: "Sin embargo fui atinado en no insistir, en no dar pie para que Dillon dijera de nuevo que pegarse un tiro era la mejor solución. No creo que lo haya hecho... Si me atengo a lo que dijo en broma, o en serio, podría pegarse un tiro después de perder en el hipódromo. Ayer no fue al hipódromo, porque no era domingo". En tono de intencionada despreocupación agregó: "¿Qué carrerista va a matarse en vísperas de carreras?" ¿Quiénes quedaban? " ¿Amenábar? No veo por qué iba a hacerlo. Para suicidarse hay que estar en la rueda de la vida, como dicen en Oriente. En la carrera de los afanes. O haber estado y sentir desilusión y amargura. Si no se dejó atrapar nunca por el juego de ilusiones ¿por qué tendría ahora ese arranque?" En cuanto a Carlota, la única falta de coherencia que le conocía era Salcedo. Algo que lo concernía tan íntimamente quizá lo descalificara para juzgar. Si la imaginaba triste y arrepentida hasta el punto de suicidarse, caería en la clásica, y sin duda errónea, suposición de todo amante abandonado. Pensó después en Arribillaga y en sus ambiciones, acaso incompatibles: un perfecto caballero y un popular caudillo político. Por cierto, el más frecuente modelo de perfecto caballero es un aspirante a matón siempre listo a dar estocadas al primero que ponga en duda su buen nombre y también dispuesto a defender, sin el menor escrúpulo, sus intereses. Es claro que el pobre Arribillaga quería ser un caballero auténtico y un político merecidamente venerado por el pueblo y tal vez ahora mismo jugara con la idea de empuñar el volante de su Pierce Arrow y darse una vuelta por la fábrica de Vasena y arengar a los obreros huelguistas. ¿Y Perucho Salcedo? "Supongamos que no fue el que llamó por teléfono: ¿tenía alguna razón para suicidarse? ¿Un flanco débil? ¿La deslealtad con un amigo? Birlar la mujer del amigo ¿es algo serio? Además ¿cómo opinar sin saber cuál fue la participación de la mujer en el episodio?" Se dijo: "Mejor no saberlo". A lo largo del día, de la noche y de los tres días más que pasó en el campo, Arturo muchas veces reflexionó sobre las razones que pudo tener cada uno de los amigos, para matarse. En algún momento se abandonó a esperanzas no del todo justificadas. Se dijo que tal vez fuera más fácil encontrar un malentendido en la comunicación telefónica del viernes, que una razón para matarse en cualquiera de ellos. Sin duda la comunicación fue confusa, pero el sentido de algunas frases era evidente y no dejaba muchas esperanzas: "Imagino cómo te caerá la noticia", "encontraron el cuerpo en la gruta de la Recoleta", "se pegó un balazo". También se dijo que llevado por una impaciencia estúpida emprendió esa investigación y que más valía no seguirla. Quizá fuera menos desdichado mientras no identificara al muerto. En la última noche, en un sueño, vio un salón ovalado, con cinco puertas, que tenían arriba una inscripción en letras góticas. Las puertas eran de madera rubia, labrada, y todo resplandecía a la luz de muchas lámparas. Porque era miope debió acercarse para leer, sobre cada puerta, el nombre de uno de sus amigos. La puerta que se abriera correspondería al que se había matado. Con mucho temor apoyó el picaporte de la primera, que no cedió, y después repitió el intento con las demás. Se dijo: "Con todas las demás", pero estaba demasiado confuso como para saberlo claramente. En realidad no deseaba encontrar la puerta que cediera. A la mañana le dijeron que se había levantado la huelga y que los trenes corrían. Viajó en el de las doce y diez. Apenas pasadas las cinco, bajaba del tren, salía de Constitución, tomaba un automóvil de alquiler. Aunque nada deseaba tanto como llegar a su casa, dijo al hombre: A Soler y Aráoz, por favor. En ese instante había sabido cuál de los amigos era el muerto. La brusca revelación lo aturdió. El chófer trató de entablar conversación: preguntó desde cuándo faltaba de la capital y comentó que, según decían algunos diarios, se había levantado la huelga, lo que estaba por verse. Quizás en voz alta Arturo pensó en el suicida. Murmuró: Qué tristeza. No le quedó recuerdo alguno del momento en que bajó del coche y caminó hacia la casa. Recordó, en cambio, que abrió el portón del jardín y que la puerta de adentro estaba abierta y que de pronto se encontró en la penumbra de la sala, donde Carlota y los padres de Amenábar estaban sentados, inmóviles, alrededor de la mesita del té. Al ver a su amiga, Arturo sintió emoción y alivio, como si hubiera temido por ella. Trabajosamente se levantaron la señora y el señor. Hubo saludos; no palmadas ni abrazos. Ya se preguntaba si lo que había imaginado sería falso, cuando Carlota murmuró: Traté de avisarte, pero no conseguí comunicación. Creo que me llamó Salcedo. No estoy seguro. Se oía muy mal. La señora le sirvió una taza de té y le ofreció tostadas y galletitas. Después de un rato anunció Carlota: Es tarde. Tengo que irme. Te acompañodijo Arturo. ¿Por qué se van tan pronto?preguntó la señora. Mi hijo no puede tardar. Cuando salieron, explicó la muchacha: La madre se niega a creer que el hijo ha muerto. Me parece natural. Es lo que todos sentimos. ¿Por qué no quiso vivir? Amenábar era el único de nosotros que no se permitía incoherencias Cartas a Silvina Biarritz, jueves 24 de agosto de 1967 Mi querida: Me desespera que tan sensiblemente reacciones a mis comentarios espontáneos sobre lo que voy sintiendo cada día. Vos me conocés; reflexiono satíricamente sobre lo que me pasa, sobre lo que veo. Esta tendencia es natural en mí, un poco inevitable. Agrega a eso el brusco paso de la vida en la tribu a la soledad. La soledad, en el primer momento, es un poco áspera. Después llega a ser maravillosa. Ya en Le Touquet tuve la impresión de hacer un íntimo y tranquilo balance de todo; la impresión de encontrarme conmigo, después de haberme perdido de vista en el agolpamiento de la vida en Buenos Aires. No imagines que me creo tan agradable como para batir palmas por haberme encontrado; solamente quiero decir que el individuo que había aparecido en los últimos tiempos en Buenos Aires no era el mejor yo (todo es relativo); era una versión impaciente,sentimental, confusa A volver más amargo el fondo de mis primeras cartas contribuía sin duda un hígado al que diariamente azuzaba antes del almuerzo y antes de las comidas con pastillitas de dos acreditados medicamentos. En los días inmediatos a la supresión de los remedios me observaba con alarma; el hígado rápidamente salió del escenario, pero la alergia empezó a molestar; por suerte, poco después, ella también se fue (cuando me preguntaba si debía volver a las pastillas). Ahora estoy sano. Anteayer, viajé de París a Poitiers; ayer, de Poitiers a Biarritz; te doy mi palabra de que en ningún momento sentí cansancio; tampoco me acordé de la cintura Los caminos no están como en la película Basta la salud; tienen, a mitad de la semana por lo menos, un tráfico escaso, muy tolerable. Vine en viaje de turismo, visitando Chartres, la catedral (no había visto antes una vida de Cristo, sobre la pared del presbiterio, en estatuas dignas del peor escultor italiano del siglo XIX); visitando el castillo de Châteaudun, entre Chartres y Poitiers, palacio e iglesias. Ahora, aquí me tienes, en lo alto de este lujo y comodidad, un poco vertiginoso por los gastos. Si no ahorro en comodidad de vida y en comidas, ahorraré en compras. También me parece un poco loco hacer un telegrama un ojo de la cara desde cada etapa y llamar por teléfono En la cuenta del Bellman, telegrama y teléfono correspondieron a otra semana de estadía. El Bellman, no caro y simpático, fue en el primer momento (como París, como el viaje) calumniado por mí. Allí supongo que volveré ya reservé cuartos. En cuanto haya decidido el inmediato futuro te avisaré. No dejaré de telegrafiar de los lugares en donde me quedaré más de un día. Perdona algunas vaguedades: el descanso, las decisiones y los planes inflexibles no concuerdan armoniosamente. La fotografía de Marta me dio un gran placer. Las quiero, las extraño. Ustedes son mi mundo. Las beso. A.     Biarritz, 25 de agosto de 1967 Mi querida: Estoy leyendo con agrado un libro de Vidas de C.P. Snow; Einstein, contra quien tenía prejuicios, resulta muy simpático. Dice que la dicha es conveniente para la creación; no es romántico; afirma que una persona demasiado interesada en sí misma no puede atendera la realidad ni empezar a entenderla A mí me enconaba instintivamente contra él la circunstancia de que, admitida la relatividad, la ley de la causalidad no regía en lo que es muy chico ni en lo que es muy grande. Parece que esta consecuencia, admitida por todos los físicos, lo contrariaba; decía que para nada Dios jugaba a los dados y murió buscando lo que se designa como la "unificación del campo", es decir una fórmula que restableciera la ley de causa y efecto para todo el universo. Creo que esta noche veré unos partidos importantes de gran chistera; lo que hace uno cuando deja de ser el de siempre, para convertirse en turista. El toque snob. Mis compañeros de hotel, los duques de Windsor. A Wally Simpson la encontré dos veces; una, venía como yo, con paquetes, del centro. A él lo vi anoche; muy viejito, quizá con artrosis, muy colorado, hablando a gritos con el habano en la boca, con smoking de pantalones más anchos que los de nuestros vecinos los rusos de la calle Posadas. Pasé ayer un día de descanso, no porque estuviera cansado, sino porque no había sol y porque para salir al pays en automóvil me faltaban ganas. Almorcé en L'Escale, al borde de la pileta de la playa La Chambre d'Amour; comí en el hotel. La salud está impecable, aun en pormenores nimios. Las abrazo. Las quiero. A.     París, viernes 6 de octubre, 1967 Mi querida: Estoy rodeado de cartas tuyas de agosto y septiembre, pero no me llegan cartas nuevas. Trato de no preocuparme, de pensar que el correo tendrá la culpa y que pronto leeré noticias recientes tuyas y de Marta. A Sieyès le dije que sí, que tu única preocupación era Marta; decirle que éramos Marta y yo, aunque más exacto, hubiese sido, también, ridículo y presuntuoso. Hoy voy a ver una pieza de Ustinov, en el teatro des Ambassadeurs. El té comprado es el Caravan de Ridgeways; delicioso, parecido al Saccone Speed, que ya no existe. ¿Llegaron a Bue nos Aires a Usher las Vita Weat que esperábamos? Yo he de llevar unas cuan tas cajas. Sobre la fecha de mi vuelta todavía no te digo nada, porque no puedo fijarla con precisión. Están de nuevo en París los que estaban de vacaciones: La Rochefoucauld, Laffont, el director de Denoël. Si puedo iré por una semana a Italia y a Suiza. En total, París y viaje no me llevará mucho más de un mes. Vale decir que a mediados de noviembre, salgo para allá o quedo esperándolas, tal como ustedes resuelvan. Este viaje, para nosotros tan largo, para mi salud, alma, etcétera, ha sido necesario. Creo que en Buenos Aires iba por mal camino: cansancio, vejez, nervios, enfermedad. Me saqué todo eso de encima. A veces me asombro de no estar cansado. Cuando me acostaba del lado derecho, me dolía el hígado. Ahora duermo del lado derecho o del izquierdo, o como quiera, y me despierto sin dolores. Hace tiempo que no me sentía tan desentumecido y sano. Te extraño. A. P.D. Tengo ropa contra el frío. Un saco largo de cashmere, azul.     París, 6 de octubre de 1967 Mis queridas: Ayer, increíblemente, visité el Louvre (una entrada por salida, que me dejó anímicamente arrodillado de respeto; qué maravilloso el retrato del hombre con el guante, del Tiziano). Las cours interiores, con estatuas en la cornisa, con caballos en frisos, con unas escaleras complicadas, más amplias y serenas que las de Fontainebleau, me dieron particulares nostalgias de estar mirándolas y comentándolas con ustedes... Comí en Fouquet's y, muerto de sueño, vaya uno a saber por qué, tras dos calzoncillos lavados, me dormí. Hoy llueve. Las extraño. A.     París, 12 de octubre, 1967 Mis queridas: Ayer vino a buscarme una rubia alta, con aire de pájaro de laguna o de empuñadura de paraguas, y me llevó a una casa de la rue Jacob, donde me esperaban las personas que querían conocerme. No bien salí del coche pisé un excremento de perro. Rengueando seguí a la mujer, subimos una frágil y empinada escalera de madera y una vez arriba volvimos a bajar: no era ésa la casa. En la entrada nos encontramos con el cineasta Marker: un don Quijote de buen color y sonriente, de cabeza rapada, camisa con el cuello abierto y pantalones de una suerte de gabardina, como los de la casa Eduardo. Aseguró que la casa de Dolores generalmente estaba en el fondo. Entramos en un jardín frondoso y descuidado, con enormes nogales, en el centro de la manzana. Subimos por otra escalera de madera. Abrió la puerta Dolores: morena, de ojos brillantes, de actitud animosa, idéntica a la manicura de la peluquería Los oficiales de Mar del Plata. Ex mujer de un señor que corta diamantes, ex mujer del príncipe Rúspoli, judía, francesa, madre de dos chicas de unos dieciocho y veinte años ahí presentes, cineasta, autora de libretos para cinematógrafo y televisión, autora de un "corto" premiado con no sé qué gran premio. Las dos hijas: una linda, grandes senos, polleras cortísimas, fotógrafa; la otra rubia, de pelo largo, con risas que se ocultan bajo las manos y el pelo, primero por vergüenza, después por coquetería, con una belleza por instantes mayor que la de la hermana. Un joven tímido, borroso, que sonreía como un monigote olvidado. Un joven, viejo para casi todo el mundo, de color pardo aceituna, de rasgos gruesos, especialista en meteoritos, colaborador de Dolores en libretos y folletines. De La invención de Morel Dolores dijo: "El más hermoso relato que se ha escrito." Marker: "Antes de leerlo, pensaba que la pregunta '¿Qué diez libros llevaría usted a una isla desierta?' era estúpida; ahora sé que llevaría La invención de Morel." Beatriz (la chica rubia): "Antes de concluir la lectura dejé el libro porque estaba demasiado abrumada. Era la experiencia más importante de mi vida." Todos me dieron a entender que para ellos el libro había sido una experiencia importante. Restando cuanto hubiese de amistosa y "literaria" exageración, el resultado de sus afirmaciones no podía ser otro que admiración por mi libro. Se describían como fanáticos, miembros de una sociedad de elegidos que dividían al género humano en dos grupos: el de quienes leyeron La invención y el de quienes no la leyeron. Mi situación no era fácil. Pienso que una vida dedicada a prepararse para situaciones como ésa me hubiera sido necesaria para no mostrarme tonto, falsamente modesto, crasamente pedestre, etcétera. La comida, con sus alarmas, me distraía de la preocupación de no parecer demasiado estúpido. Comí salmón ahumado sobre tostadas con manteca, zanahoria cruda, alcauciles, apio (!) y por fin ñoquis de papa nadando en manteca, una manzana y café. El último film de Marker se estrenará el miércoles que viene, en una fábrica de Besançon: trata del Vietnam. Volví a casa perdón, al hotel con un estado de espíritu que participaba de la alegría y de la pesadumbre. Había oído lo mejor que un escritor puede oír sobre su obra y me sentía molesto. Parecería que el destino atempera sus dones con un infalible toque de mezquindad. Me trajo a casa el hombre de ciencia, el estudioso de las piedras que caen del cielo. Contó que una muchacha rusa de 27 años, doctora en física, le pidió que fuera a Leningrado para Navidad, porque su hermana (de la rusa) iba a dar exámenes para pasar a cuarto año de física el año próximo, y, si la aprobaban, ya no le permitirían salir nunca de Rusia. La rusa de París quiere que el estudioso de las piedras viaje a Rusia, se case con su hermana y, a los quince días, vuelva. La otra, casada con un francés, a los seis meses podrá venir a Francia. La rusa de Francia espera que el casamiento de los otros dos no concluya en un rápido divorcio. Todos estos admiradores del escritor argentino que ustedes saben, no conocen a Cortázar, también argentino, admirable escritor, afín políticamente. En los Deux Magots tomé una Coca-Cola con un escritor egipcio cuya alma vaga, escéptica, chambona y fracasada me recordaba al pobre G. Me explicaba que yo, en mi Caracas natal, soñaba con las maravillas de París; él, por su parte, que siempre había vivido aquí, me aseguraba que todas esas maravillas eran merde. Cuando no lo contradije se incomodó. Después de una noche con mis admiradores franceses, la nostalgia por Buenos Aires aumenta. Las quiero. A.     Salzburgo, 7 de noviembre de 1967 Mis queridas: Pensar que me he excusado por la relativa fealdad de alguna tarjeta postal y ahora les mando este papel; bueno, por suerte para ustedes no les mando también mi cuarto, o mi baño (de mosaicos negros hasta un metro de altura y el resto de paredes y techo empapelados con árboles tropicales, dorados, pájaros y mariposas también dorados, sobre fondo negro), o una lámpara de comedor, que es una mujer desnuda, estilizada, de hierro, con una desmesurada campana que le cuelga del pecho y que hace de pantalla. (Pensar que uno duerme, uno se va y esa pobre mujer sigue en esa incómoda postura, con la campana.) []     París, 16 de noviembre de 1967. Jueves [] Por último empezó el film que íbamos a ver: El festival pop de Monterrey, 1967. En la primera media hora yo estaba entusiasmado; en la segunda, vagamente anhelaba el fin; en la tercera estaba desesperado. El gran descubrimiento del cine actual es que nuestras caras más o menos monstruosas, nos persuaden de nuestra indiscutible animalidad. El film echaba mano de otro recurso muy socorrido: desde la mitad del film sugerir la posibilidad del final tan deseado y provocar en el espectador esbozos de incorporación y de partida. Quien no esperó el gran final para irse fue Godard. Estaba con su mujer. []     Roma, sábado 2 de diciembre, 1967, 21 hrs. Mis queridas: Acabo de llegar de Milán, en automóvil. Voy a permitirme contarles algo concerniente a mí, porque pienso que sólo a ustedes podrá darles placer. Me contó Ginevra que el director Marker se enamoró de una chica y como prueba de amor le dejó su ejemplar de La invención. A la chica se lo robaron; comprendió que si le daba la noticia a Marker, el amor se acababa; apeló a Ginevra (desde París, por teléfono); Ginevra le pidió a Livio su ejemplar, se lo mandó a la chica y salvó la pareja. Todavía no lo vi a Johnny. Parece que Livio contó las líneas de mi carta a Ginevra, de mi carta a Johnny; resultó que la carta a Ginevra era dos líneas más larga. Enseguida, comunicó a Johnny la irritante circunstancia. Cuento los días que faltan para abrazarlas. Las extraño y las quiero. A.    París, sábado 9 de diciembre, 1967, 10 a.m. Mis queridas: Última carta, o por lo menos, última de París. Esta mañana creo que el film de La invención, que vi anoche, es aburridísimo: el director acumula circunstancias misteriosas, el espectador primero se confunde, enseguida se impacienta y se aburre. Esta mañana debí salir a hacer compras: almidón, shampoo, una valija de mano. Me sobraba el espacio, pero llegó la generala cubierta de objetos para parientes o amigos de chez nous; vestidos usados, quizá también algo frágil, quizás un árbol de navidad, que ahora está bajo el peso de todo lo que llena mi valija, en el fondo. Hace frío, pero las mañanas de París son agradables. A las seis retiran la basura. Ayer la temperatura fue: mínima -10, máxima +1 0. Almorzaré a las once; a las doce tomaré el taxi para la gare Saint Lazare; a la una y veinte saldrá el tren, que llegará al Havre a las 4:30; a las ocho el barco parte. Allá voy, deseando abrazarlas. 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